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Redadas, marines y un país roto: el imperio contraataca (contra sí mismo)

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Redadas, marines y un país roto: el imperio contraataca (contra sí mismo)

Los Ángeles, rodeada de marines, unidades tácticas del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de EE.UU. (ICE, por sus siglas en inglés) y helicópteros que surcan el cielo como si estuvieran en una operación en Kandahar. Solo que esta vez no eran niñeras afganas, jardineros iraquíes o campesinos vietnamitas —los "daños colaterales" habituales de las guerras 'made in USA'—, sino trabajadores estadounidenses.

El enemigo estaba en casa. Y el guion no podía ser más hollywoodiense. Trump ordenó la operación con su habitual estilo de 'reality show': "rápido, contundente y televisado". El despliegue de la Guardia Nacional —2.000 soldados— junto con 700 marines convirtió a la ciudad más diversa del país en un escenario de guerra interna.

Las consignas "ICE out of LA" y "No más redadas" resonaban entre gases lacrimógenos. Así, ya no hacía falta cruzar océanos para escenificar épicas bélicas: bastaba con enviar tropas a Los Ángeles. A fin de cuentas, ¿qué mejor plató para rodar el colapso nacional que la meca del cine?

Unos días antes del asalto, la alianza estratégica entre Elon Musk y el poder político se resquebrajaba como un decorado mal construido. La disputa en relación a la reforma presupuestaria que Musk no considera "grande y hermosa", sino "una abominación repugnante", no fue una ruptura entre personalidades, sino el reflejo de una fractura más profunda: la de un sistema que, al intentar complacer a una parte del capital, inevitablemente hiere a otra.

La disputa en relación a la reforma presupuestaria no fue una ruptura entre personalidades, sino el reflejo de una fractura más profunda: la de un sistema que, al intentar complacer a una parte del capital, inevitablemente hiere a otra.

Musk, que en 2024 invirtió millones en la maquinaria electoral republicana, esperaba retorno garantizado en forma de exenciones, contratos y poder institucional. Y lo tuvo… hasta que dejó de tenerlo. Pero estas grietas no son producto de errores tácticos, ni de traiciones entre amigos, sino las consecuencias lógicas de una estructura en la que cada maniobra —ya sea un arancel o una sanción a algún proveedor estratégico— redistribuye poder entre grupos económicos enfrentados. Musk fue solo el último en descubrir que el sueño americano es también un campo minado de intereses cruzados. Y que, aunque puede ser el dueño total de una red social, comprarse un gobierno es algo más difícil, ya que la Casa Blanca tiene varios accionistas, y por lo tanto, múltiples intereses no siempre alineados.

En el set doméstico, la película del "renacimiento industrial americano" mutaba en tragicomedia de bajo presupuesto. Con patriotismo enlatado, 'jingles' de campaña reciclados y una bandera en cada micrófono, la Casa Blanca anunció con fanfarria la subida de aranceles al acero y al aluminio al 50 %. El libreto era previsible: "salvar empleos", "proteger la seguridad nacional", "recuperar nuestra grandeza". Pero en los créditos finales apareció otra cosa: fabricantes de maquinaria agraria en graves apuros, aerolíneas asfixiadas por el precio de los fuselajes, exportadores viendo pudrirse la soja en silos sin comprador. Porque cuando se impone una política para contentar a Detroit, se condena a Iowa; y cuando se protege a las acerías, se asfixia a los fabricantes de tractores, aviones o latas de conserva.

La llamada "unión patriótica del capital" acabó revelándose como lo que siempre fue: un campo de batalla de intereses irreconciliables. Y en medio de esa guerra de lobbies, la clase trabajadora asume los costos: precios más altos, salarios congelados y programas sociales recortados en nombre de la eficiencia. El país que se presenta como cuna del libre mercado ni siquiera puede decidir qué parte del capital merece ser rescatada, aunque asuma con naturalidad que su clase obrera será sacrificada. Y eso, hasta en Hollywood, se llama colapso narrativo.

La llamada "unión patriótica del capital" acabó revelándose como lo que siempre fue: un campo de batalla de intereses irreconciliables. Y en medio de esa guerra de lobbies, la clase trabajadora asume los costos.

Mientras el caos crecía dentro, el guion internacional tampoco ofrecía mejores escenas. La promesa de "resolver Ucrania en 24 horas" quedó enterrada bajo montañas de comunicados contradictorios, desacuerdos con la OTAN y un conflicto que sigue vivo sin que Washington consiga imponer ni siquiera el relato.

En Palestina, la política del doble rasero se hizo tan grotesca que hasta algunos viejos aliados bajaron el volumen. EE.UU., antes guionista y productor del "orden internacional liberal", ahora sobrevive como actor de reparto en un 'thriller' que ya no dirige. Y como en toda mala película, cuando el presupuesto se agota y el público empieza a abuchear, los guionistas se aferran a los trucos de siempre: retórica vacía, enemigos de manual y efectos especiales para simular autoridad.

Así, cuando fracasa el guion económico y se agota el internacional, el 'blockbuster' estadounidense siempre recurre al mismo recurso dramático: el enemigo interno. Esta vez no fueron hackers rusos, ni carteles mexicanos, ni globos chinos. Fueron estudiantes, enfermeros, conserjes, jornaleros o sindicalistas. El despliegue represivo en Los Ángeles fue el clímax de una narrativa de "ley y orden" que no busca resolver, sino aturdir. ICE, esa criatura nacida de la fiebre securitaria del 11-S, reapareció con redadas masivas mientras la maquinaria mediática repetía titulares como si fueran parte de un tráiler de acción. Pero esta vez, el público no aplaudió. La clase trabajadora respondió con una dignidad que no cabe en ningún decreto presidencial. Porque cuando el miedo se convierte en método de gobierno, lo que se instala no es la seguridad, sino el terror. Y ni siquiera Hollywood puede vender eso como libertad.

La clase trabajadora respondió con una dignidad que no cabe en ningún decreto presidencial. Porque cuando el miedo se convierte en método de gobierno, lo que se instala no es la seguridad, sino el terror. Y ni siquiera Hollywood puede vender eso como libertad.

Y con esto volvemos a Los Ángeles, donde todo comenzó… o quizás, donde nunca terminó. La ciudad que EE.UU. invadió en 1846 durante su guerra contra México —esa operación militar que transformó el norte mexicano en el suroeste estadounidense— vuelve a ser ocupada, esta vez por sus propias tropas. La ironía es tan macabra como insuperable: los descendientes de quienes fueron despojados de sus tierras son ahora los "sospechosos habituales" de una nación que no deja de construir muros, reales y simbólicos.

La maquinaria federal no aterrizó en el vacío: lo hizo sobre una memoria marcada por redadas, discriminación y resistencia. Desde las deportaciones masivas del 'Mexican Repatriation' en los años treinta, pasando por el programa 'Bracero' y los golpes policiales contra los movimientos estudiantiles chicanos en los 60 y 70, hasta llegar a las redadas de ICE, la historia se repite como pesadilla: represión, silencio, dignidad. Esta vez, la insurrección no vino del desierto ni de ultramar: surgió del suelo urbano, del tejido popular, de unas raíces históricas que nunca fueron arrancadas del todo y que siempre mostraron la cara oculta del 'American way of life', los trabajadores que construyen la riqueza de esas élites ahora en conflicto.

Y mientras los tanques blindaban el 'downtown' y los helicópteros patrullaban la nostalgia, quedaba clara una cosa: el imperio no cae con fuegos artificiales, sino con la repetición grotesca de su propia violencia. El 'sueño americano' ya no es una promesa; es una pesadilla con presupuesto militar.

Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista de RT.

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